
EL TEMPLE DE JACQUES
(JACQUES DE MOLAY)
¿A dónde vas de Molay con tanta prisa
si los ayeres que pregonas ya se han ido?
Sólo queda la estampa del caballo,
en el que montan al unísono dos templarios,
van en pos de la tierra prometida: Jerusalén.
Allí, donde el Temple mide su destreza
con la fuerza de los siglos casi lentos
y el castillo fortificado de infalible recuerdo.
Sé que has sido fiel a la causa
y el último Gran Maestre de las armas,
las que han vencido al guerrero que habita
en el Medio Oriente, para obsequiarte
la pelea que tu pretendes al ritmo de tu corcel.
Hoy, Trece de Octubre como cualquier día
de la Edad Media, te quiero recordar
que, el número veintitrés sería el último
de los Grandes Maestres que el Temple
considera de los suyos, sin menospreciar
dentro del tiempo y de la crónica, a Hugo
de Payns y a los primeros que ordenaron
la caballería de la fama en medio de la historia.
Ni el rey Felipe IV el hermoso ni el papa
Clemente V se olvidarán jamás de San Juan de Acre,
lugar donde se estampó el fin de las cruzadas
o cuando el Rex Francorum te citó
al frente de Nuestra Señora de París,
perpetrando sobre tu rostro la pena capital
para el último de los Grandes Maestres
del Temple sobre la piedra.
Aunque la guilda de acero se pretenda doblar,
no le será permitido, porque los caballeros del Hospital
desean quedarse con lo que has logrado
y los ahora exhaustos “Pobres Comilitones”
del templo del rey Salomón, no se darán por vencidos.
Dime templario, ¿dónde ha quedado el tesoro,
si al paso del tiempo lo llevas siempre
entre tus cabellos, o sobre el filo de tu espada enorme,
o entre la palabra que lanza el primer golpe
para entrar en la conformidad de la batalla?
Si el tesoro ha permanecido en alguno de los múltiples viajes
que ostentaste hacia la joven América de aquél entonces
y que aún no había sido descubierta por la historia,
o cayó hacia el fondo del mar de cualquier
puerto ardoroso de la madre Francia, bajo pretexto
de hacerlo quedar siempre en casa.
Quién no recuerda de Molay,
tus últimas palabras, si en ellas enclaustraste
al rey Felipe IV el hermoso y a su cómplice
que tenía su silla dorada en el vientre del Vaticano,
o cómo no evocar el paso del Temple
por los castillos y plazas de la Europa medieval.
La pira de fuego ya está lista para ustedes
los hombres del Temple: Jacques de Molay,
Godofredo de Charney, Hugo de Peraud y
Godofredo de Goneville, aquellos que inmolaron
su vida por la infame vanidad de reyes y papas,
los supuestos vicarios de Cristo en la tierra,
esos han dado siempre la espalda a los suyos
y a diario extienden la mano para enriquecerse.
Jacobo, no es posible que una vez más,
el Temple se afirme sobre las rocas
falsas de las catedrales, las que conocieron
el favor de ustedes, hoy duermen tranquilas
el dulce y sufrido sueño de antaño,
sólo el bello recuerdo de lo acontecido, llena a manos
firmes, las páginas enormes de la Historia de los Templarios.
José Santana Prado- México